noviembre 04, 2010

Infrasonía 54

Las estrellas estaban dilatadas, goteando de un cielo rojizo, acuosas (deja vú).
El viento recalcitrante envejecido rompía a girones las pieles descubiertas.
Era como el fin del mundo, era como un libro que leí. Era como un sueño malo, de esos que pasan casi siempre, de esos que ya no me sorprenden.

No habían vivos, no habían muertos. Habíamos sólo desolados caminantes nocturnos, solitarios y fumadores, derrochadores de los últimos momentos, pusilánimes sombras de ojos tristones.
Nadie se miraba a la cara, los perros parecían nisiquiera sentirnos, eramos extraños en estas tierras, eramos fantasmas de fantasmas, como almas muertas que no tienen almas, como corazones muertos que no laten, ausencia.

La cuidad estaba dormida y todos quienes odiamos vivir así estábamos despiertos, en posición fetal, revolcándonos en nuestras miserias sin gloria, en nuestras perdidas sin esfuerzo ni ganancia. Aullando a la luna desaparecida, invocando a las divinidades en las que no creemos.

Me senté en el borde de una escalera, sólo para cerrar los ojos y encontrarme un momento, recobrar las fuerzas para continuar el camino. Dejé que una brisa helada que partiera la cara, le sonreí en silencio al miedo, acaricié las cabezas suaves de mis demonios, me tragué la sangre que caía de mi boca agónica, se me nubló la vista y continué tambaleante, borracha de mí misma, asqueada de la vida entera.

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